Para delimitar hasta qué punto es novedosa la reflexión medieval, se puntualizó qué leemos exactamente sobre este asunto en las Escrituras, qué añadidos introduce el Talmud y cuál es la posición farisea al respecto. Tras reparar en los textos conservados de diversos pensadores, podemos admitir la carencia de tal problema antes de la Edad Media. La omnisciencia divina y la libertad humana se admiten sin encontrar entre ambas una dificultad conceptual que requiriera una solución filosófica. El mejor ejemplo de esta posición es la máxima expresada por Rabí Akiva (s. I e.c.): “todo está previsto y la libertad es dada”. Esta fórmula canónica farisea parece encerrar una paradoja que no preocupó al judaísmo rabínico, pues estos aceptaron la máxima durante siglos sin añadir ninguna explicación que solucionara el problema. Es en el Egipto del siglo X donde encontramos el primer intento exhaustivo de resolver la cuestión. Rabí Saadia, seguramente influido por la importancia que tenía el tema en el contexto islámico que lo rodeaba, justificó que no existe contradicción en admitir ambos principios, puesto que es imposible probar que la presciencia de Dios sea la causa de los actos de los hombres. De esta manera se soluciona la aparente paradoja: que Dios conozca todas las decisiones que finalmente tomaremos no significa que su conocimiento sea la causa de ellas. El libre arbitrio queda así preservado. A esta explicación se sumaron Sheshet y Abraham Shalom, en cuyos textos hallamos puntualizaciones que complementan la teoría de Saadia.
Maimónides es el principal representante de la otra respuesta que el pensamiento judío dio a lo largo de la Edad Media al problema de la libertad humana. Maimónides decreta que ambos (la omnisciencia de Dios y la libertad humana) son principios verdaderos del judaísmo. La contradicción entre ellos no puede darse porque pertenecen a dimensiones diferentes, aunque habitualmente cometemos un error que nos conduce a creer que pertenecen al mismo orden: entender el conocimiento propio de la divinidad de manera análoga al modo que tiene el ser humano de conocer. Es así como llegamos a pensar –erróneamente– que, para que Dios conozca algo, tiene que haber sucedido y que, si lo conoce antes de que ocurra, es porque tal suceso está determinado y, por lo tanto, carecemos de verdadera libertad. El intelecto humano no posee la capacidad de comprender la manera en que Dios conoce las criaturas y sus actos, ya que el hombre sólo conoce aquello que está fuera de él mediante una ciencia que también le es exterior, mientras que Dios y su ciencia son uno: Dios es su ciencia, no necesita que una cosa se dé en el tiempo para conocerla.
El pensamiento moderno también ofrece soluciones al problema de la libertad humana. La solución ortodoxa viene representada por pensadores como Menashé ben Israel, dirigente de la comunidad judía de Ámsterdam en el siglo XVII. El autor, que no duda en valerse de fuentes cristianas para justificar su postura, presenta una reflexión sobre la conciliación entre la libertad humana y la presciencia divina muy similar a la teoría que, en la Edad Media, defendieron Saadia,Sheshet y Abraham Shalom: afirma que el conocimiento de Dios no es causativo. En su intento por preservar de manera absoluta la libertad del hombre, sin embargo, acaba por subordinar la acción de Dios a la acción humana (esto es, a la temporalidad), de manera que el orden de las criaturas (temporal) y el orden divino se cruzarían. En este caso estaríamos en el error que Maimónides denunciaba.
Contemporáneo a Menashé ben Israeles Spinoza. El famoso filósofo, cuyas doctrinas fueron tachadas de heterodoxas, continuó la teoría de Maimónides que rechazaba la contradicción entre los dos principios. La libertad humana sería incompatible con la presciencia divina si el conocimiento propio de Dios fuera igual al conocimiento característico del hombre, cosa que no es cierta. Pese a que Spinoza afirma que lo que determina la voluntad del hombre es Dios, para el autor ni siquiera eso pone en entredicho la libertad: ésta es una cuestión de hecho que se da en el plano temporal y en la condición humana. Aunque un hombre esté convencido de que sólo una de sus posibilidades está determinada por Dios, su condición humana le impide pensar que no es libre de escoger y materializar cualquiera de sus opciones.
Las reflexiones de Spinoza se entendieron como un peligro para la doctrina del merecimiento (si Dios ha determinado desde la eternidad la voluntad de cada persona, todos estamos condenados o salvados de antemano, antes de poder hacer algo que nos haga merecedores de tal premio o castigo). Lo curioso en este punto -nos hace notar el Dr. Beltrán- es que la postura de los ortodoxos, como la de Menashé, acaba provocando una interacción entre Dios y el mundo de la creación que cambia la naturaleza divina, ya que la supedita a la humana, mientras que Maimónides y Spinoza, ambos acusados de heterodoxos, tienen posturas mucho más cercanas a la del judaísmo primitivo: no puede darse un problema entre libertad humana y presciencia divina porque no pertenecen al mismo plano. Para estos autores, el orden temporal de las criaturas se supedita irremediablemente al divino, ya que todo depende de Dios. El verdadero plano de la realidad es, por lo tanto, el divino.
Noemí Barrera